La confesión con la muerte

La confesión con la muerte
La confesión con la muerte.

Hola amantes de lo oscuro. Seguro que están deseando escuchar nuevas historias de terror

Como saben, en México hay cientos de leyendas que nos trasladan a otras épocas y nos hacen temblar. 

Hoy, hablaremos de una de ellas. 

Ocurrió en un lugar cercano a lo que hoy conocemos como La Lagunilla, en el centro de la capital. 

Era una noche oscura pero tranquila en la cual el Padre Agustín Aparicio se dirigía a una reunión con algunos feligreses y amigos. 

En la zona todos lo conocían como el Predicador de las palabras de Dios y cuando se encontraban con él, le besaban la mano y le prometían donar cosas para los pobres. 

Es por eso, que su camino llevó más tiempo de lo normal. 

La calle era angosta y estaba empedrada, no había más luz que la poca que reflejaba la Luna. 

Iba pensando en la reunión con sus amigos, después de un largo día le apetecía desconectar. 

Normalmente jugaban a las cartas e incluso apostaban alguna cosa, pero a menudo eran interrumpidos por las súplicas de los vecinos. 

Siguió caminando y de pronto escuchó los pasos de alguien que lo venía siguiendo. 

Había cruzado ya por las calles más transitadas, era raro que alguien le siguiese tan de cerca y de forma tan apresurada. 

No miró atrás por si se trataba de un maleante que quería llamar la atención. Así que siguió con paso firme hacia su destino. 

Pero pronto salió de dudas. Una voz de hombre lo llamó: 

–Padre, disculpe.– 

Él giró la cabeza y vio dos angustiados muchachos. 

Respondió preguntando que sucedía y entonces ellos le contaron que había una mujer moribunda cerca de allí que deseaba confesarse. 

Nunca había visto a esos jóvenes, pero sin poner excusa alguna el sacerdote accedió y les pidió que apresuraran el paso. 

Ellos lo ayudaron a subir una carreta que los esperaba y le indicaron al cochero que los llevara a la casa de aquella mujer. 

Recorrieron varias calles y al llegar a su destino ayudaron al padre a bajar y tocaron la puerta. 

Una señora de baja estatura, despeinada y con la cara agachada les abrió. 

Llevaba una vela encendida y la ropa que vestía era muy vieja. 

En pocos segundos el sacerdote detectó un olor nauseabundo en aquella casa, difícilmente soportable. Pero se concentró en su labor y la mujer lo condujo hacia el cuarto donde se encontraba la moribunda

Antes de entrar, la anciana le dio la vela al Padre y lo dejó sólo. 

Ya dentro de la habitación, se encontró con una mujer tendida en la cama. 

Llevaba un vestido aterciopelado, de mucho lujo y una diadema de diamantes en la cabeza. Todo estaba lleno de bellos bordados, sin embargo, lo que más resaltaba era la belleza de su rostro y los cabellos rubios que se extendían sobre la almohada. 

Ella estaba llorando y le pidió al Padre que se encargara. 

Él así lo hizo, y muy lentamente sacó su Rosario y su pañuelo blanco

Empezó la confesión y sintió verdadera lástima por la moribunda. La mujer sufría muchísimo al contarle sus pecados, apenas se le entendía porque no dejaba de sollozar. 

Viendo el sufrimiento, al Padre incluso se le escaparon algunas lágrimas. 

Pero el tiempo transcurrió y poco a poco se la veía más tranquila y resignada. 

El padre la liberó de todo pecado dándole la absolución y se despidió de ella dándole un beso. Pero al hacerlo, se percató de algo terrible, aquella mujer ya estaba muerta. 

Llamó a la señora que le había abierto la puerta para darle la terrible noticia. Pero nadie respondió, así que salió de la estancia y buscó por el resto de las habitaciones. 

No vio a nadie y fue entonces cuando decidió salir a la calle para buscar a los muchachos que lo habían alertado. Pero ellos tampoco estaban por ningún lado. 

Quiso regresar al interior de la casa, pero cuando llegó a la puerta esta empezó a rechinar a la vez que se cerraba. Intentó mantenerla abierta, pero no pudo. 

Aquella puerta no era normal, nunca había visto algo así. 

Además, justo después de que se cerrara del todo, se escuchó un terrible alarido que venía del interior. Estaba totalmente desencajado, no entendía nada. 

Asustado, se retiró del lugar para reunirse con sus amigos, a esas alturas ya debían estar preocupados. Aceleró el paso todo lo que pudo, las calles estaban oscuras y muy solitarias. 

Entró en la casa donde se celebraba la reunión pálido y con la cara descompuesta por el susto. 

Algunos de los presentes le empezaron a preguntar qué le ocurría, mientras otros sólo bromeaban con que se había retrasado por el miedo a perder las apuestas. 

Estuvo un rato en silencio intentando recuperarse, bajo la atenta mirada de sus amigos. El sudor caía por su frente, había realizado el camino de vuelta casi corriendo. Así que buscó en el bolsillo para sacar algo con lo que secarse. 

Y ahí se dio cuenta, el pañuelo blanco y el Rosario que usó en aquella casa habían desaparecido. 

Fue entonces, cuando le contó a sus amigos lo sucedido. 

Ellos, que le tenían mucho aprecio le dijeron que no se preocupara, enviarían a algunos jóvenes a recuperar los objetos que se le habían olvidado. 

Él aceptó, aunque seguía dándole vueltas al asunto porque estaba seguro de que los había guardado. 

Cuando los mozos llegaron al lugar tocaron pero nadie respondía, además; la casa parecía abandonada. Preguntaron a los vecinos, pero todos decían que no sabían nada, así que decidieron regresar. 

Al volver a la reunión quisieron confirmar la dirección del lugar, por si se habían equivocado. Pero el Padre insistió en que era correcta, y lo vieron tan afectado que decidieron que al día siguiente volverían todos juntos. 

Nada más amaneció, volvieron al lugar indicado por el Sacerdote, pero de nuevo; tras insistir varias veces nadie abrió la puerta. 

El Padre estaba totalmente desconcertado, estaba seguro de que aquella era la casa que había visitado, pero ahora tenía otro aspecto. 

Mientras estaban en la entrada apareció un vecino, un señor de avanzada edad. Les advirtió que nadie les abriría, hacía años que no vivía nadie. 

Y además; les contó que años atrás escucharon ruidos en la propiedad. 

Su esposa salió a la ventana a comprobar que todo estuviese en orden. Aterrada; vio la casa en llamas y dentro a una mujer vestida de terciopelo. 

Al parecer corría de un lado a otro emitiendo alaridos de dolor, el fuego ya estaba a la altura de su pecho. 

Debido a la impresión, su esposa nunca volvió a ser la misma, enfermó y finalmente murió. 

Pese a escuchar la triste historia, el Padre seguía insistiendo en entrar al domicilio, así que mandaron llamar a un cerrajero para que abriera la puerta. 

Efectivamente; dentro no había nadie, la casa estaba prácticamente en ruinas. 

Pero aún así, pudieron confirmar la versión del Sacerdote cuando en uno de los cuartos encontraron el Rosario y el pañuelo tirados en el suelo. 

Además, se toparon con algo todavía más desagradable. El cadáver putrefacto de una mujer con varias partes de su cuerpo quemadas, que tal y como había indicado el Cura, llevaba un vestido de terciopelo y una diadema de brillantes. 

Un escalofrío recorrió el cuerpo de los presentes, al tiempo que comenzaban a escuchar murmullos. 

Era el Padre Agustín, que no dejaba de rezar. Lo observaron detenidamente y descubrieron que sus ojos tenían un color raro y de su boca salía una extraña espuma. 

Al poco, cayó desplomado en el suelo. Había muerto. 
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La confesión con la muerte
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