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| El hotel de los horrores de Holmes. |
Herman Webster Mudgett, conocido por su pseudónimo H. H. Holmes, fue un asesino estadounidense que llegó a confesar 27 crímenes, aunque se le atribuyen alrededor de 200.
Nació en Gilmanton, New Hampshire, al noreste del país, el 16 de mayo de 1861. Era hijo de Levi Horton Mudgett, granjero y theodate Page Price, profesora. Tenía dos hermanos mayores; Ellen y Arthur, y dos menores; Henry y Mary. Sus padres eran religiosos muy devotos.
Y aparte de una estricta educación, es probable que recibiera malos tratos de pequeño.
Fue un alumno muy aplicado y a los 16 años terminó su educación secundaria. A los 17 se casó con Clara Lovering, que provenía de una familia adinerada y con la que tuvo un hijo; Robert. A los 23 se graduó en Medicina por la Universidad de Michigan, mientras trabajaba en el laboratorio de Anatomía.
Su mujer lo abandonó por maltrato y vivió una temporada entre Nueva York y Filadelfia, donde estuvo implicado en varios crímenes. De hecho, en la época de su facultad robaba cadáveres que usaba para estafar a las compañías de seguros.
Finalmente se estableció en Chicago y cambió su nombre a Henry Howard Holmes, para evitar sospechas. Se casó otras dos veces, también con mujeres adineradas, aunque nunca llegó a divorciarse de su primera esposa y tuvo otra hija; Lucy Theodate Holmes.
Comenzó a trabajar en una farmacia y se convirtió en un hombre respetado en el barrio. Aprovechando esto, decidió dar un paso más allá en su perversidad y construir un edificio en el solar de enfrente que sirviese a sus propósitos delictivos.
Este pasó a la historia con el nombre de “El Castillo de la Muerte”.
Constaba de cuatro plantas; el sótano, los bajos comerciales con varias tiendas; un primer piso de apartamentos y el segundo con más habitaciones y las oficinas privadas de Holmes.
Su intención era convertirlo en un gran hotel y aprovechar la Exposición Mundial de Chicago, que atraería a miles de turistas a la ciudad.
Para construirlo recurrió a distintas empresas a las que dejaba de pagar para que abandonaran la obra y la retomase otra. Así él era el único en conocer con detalle todos los entresijos del edificio.
Estaba plagado de pasadizos secretos y mirillas en las habitaciones para espiar a los clientes. Trampitas camufladas que llevaban a la salida. Un hueco de ascensor conectaba la oficina de Holmes con el sótano, al que también bajaban varios toboganes ocultos.
Había habitaciones herméticas, selladas con planchas de acero y salidas de gas que se accionaban desde fuera. Otro cuarto acogía un calabozo, con máquinas de tortura desarrolladas por él mismo. Bajo el suelo corría una instalación eléctrica, conectada a un panel en su despacho, que le permitía controlar las entradas y salidas de sus huéspedes.
Pero; el verdadero infierno estaba en el sótano. Allí utilizaba mesas quirúrgicas e instrumental médico para diseccionar a sus víctimas y quitarles la carne. Luego vendía los órganos en el mercado negro y los esqueletos a instituciones y escuelas médicas.
Se deshacía de los restos arrojándolos a un pozo lleno de cal viva. También utilizaba varias cubas de ácido sulfúrico, o los incineraba en un horno crematorio de gran tamaño.
Holmes atraía a sus víctimas (clientes) con precios muy baratos, ofreciendo además un puesto de trabajo a las mujeres que se hospedaran en el hotel. Llegaron montones de candidatas y él las ocupaba en tareas sin importancia, mientras se ganaba su confianza.
A cambio de una promesa de matrimonio, las convencía para que le traspasasen sus bienes y les hacía un seguro de vida, que cobraba mediante una identidad falsa.
Conseguido su objetivo, se deshacía de ellas asfixiándolas o torturándolas. A veces simplemente las dormía con cloroformo y las arrojaba vivas al pozo de cal.
Al acabar la Exposición Mundial los ingresos cayeron en picado. Para seguir manteniendo su nivel de vida, simuló un incendio accidental para cobrar la póliza, pero; el edificio no ardió por completo. La aseguradora encargó una investigación a la famosa agencia de detectives Pinkerton y viéndose acorralado Holmes huyó de la ciudad.
En Filadelfia, incapaz de dedicarse a una vida modesta y honrada, ideó un nuevo plan con la ayuda de su cómplice Benjamin Pitezel. Simular la muerte accidental de este, usando el cadáver desfigurado de otra persona para cobrar el seguro de vida. Pero llegado el momento, Holmes asesinó al propio Pitezel.
Le mintió a su esposa asegurándole que estaba escondido y se hizo con la custodia de tres de sus hijos; Alice, Nellie y Howard, hasta cobrar el dinero. Pero los detectives de la Agencia Pinkerton le pisaban los talones e inició una fuga por varios estados.
Mientras, tuvo que deshacerse de los pequeños. A las niñas las encerró en un baúl y las asfixió con gas venenoso y al niño lo estranguló. Los detectives encontraron sus cadáveres y comenzaron a atar cabos sobre el historial delictivo de Holmes. Finalmente fue detenido en Boston en 1894 y llevado a juicio acusado del asesinato de Benjamin Pitezel y sus hijos.
Al registrar su hotel en Chicago, se descubrió la red de trampas y el macabro sótano, aunque no pudo ser inculpado. Tampoco hizo falta: fue condenado a la pena de muerte y ahorcado en la prisión de Moyamensing, Filadelfia, el siete de mayo de 1896.
Durante la ejecución su cuello no se partió, por lo que tuvo que agonizar estrangulado durante quince minutos.
En sus últimas voluntades pidió ser enterrado en un ataúd lleno de cemento al doble de profundidad, para que su cuerpo no fuese robado o mutilado. Sus declaraciones poco antes de morir son escalofriantes: “Nací con el diablo dentro. No pude evitar convertirme en un asesino, como el poeta no puede evitar la inspiración a componer. Nací con el maligno como padrino, de pie junto a la cama donde vine al mundo y me ha acompañado desde entonces”.
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