Drácula
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Drácula. |
Me pellizqué en el brazo para asegurarme de que no estaba soñando. Todo parecía una horrible pesadilla y esperaba despertar de pronto en mi casa, después de una larga noche de trabajo.
Pero no, estaba despierto y solo, frente a un sombrío castillo en medio de los Cárpatos. Y lo único que podía hacer era rezar para que llegase el amanecer.
De pronto escuché unos pesados pasos que se acercaban tras la gran puerta y el chirrido de unos cerrojos metálicos que hacía tiempo no se usaban.
La inmensa entrada se abrió y apareció un hombre alto, ya viejo, con un largo bigote blanco. Vestía de negro de la cabeza a los pies, sin ningún ápice de color en su ropa.
El anciano se dirigió a mi en un excelente Inglés, pero con acento extraño. “Bienvenido a mi casa. ¡Entre con libertad y por su propia voluntad!”.
Al pasar el umbral, estrechó mi mano con una fuerza que me hizo retroceder. Estaba fría como el hielo, parecía más la mano de un muerto, que de un hombre vivo.
¿El Conde Drácula? Pregunté, y el se inclinó cortésmente.
“Pase señor Harker. Ya es tarde y mis sirvientes están durmiendo. Deje que le ayude con el equipaje”.
Atravesamos un largo del corredor y unas grandes escaleras de caracol, sobre un piso de piedra que hacía resonar fuertemente nuestras pisadas.
Llegamos a un dormitorio calentado por una chimenea y un gran fuego que lanzaba destellantes llamas. El Conde dejó mi equipaje y se retiró.
“Necesitará refrescarse un poco. Cuando termine, venga para cenar”.
Su cortés bienvenida disipó algo mis dudas y temores. Estaba muerto de hambre, así que me arreglé rápidamente y fui al salón contiguo.
El conde estaba esperando e hizo un gesto señalando la mesa.
“Siéntese y coma lo que quiera. Perdóneme por no acompañarlo, pero generalmente no ceno”.
Tras llenar mi estómago, nos sentamos a charlar junto al fuego de la chimenea y tuve la oportunidad de observarlo detenidamente.
Tenía rasgos acentuados, su cara era fuerte con una fina nariz. Su frente alta y despejada y el pelo gris le crecía escasamente alrededor de las sienes. Sus cejas eran muy espesas, casi se unían. La boca fina y una mueca cruel, con unos dientes blancos afilados que sobresalían sobre los labios. Sus orejas eran pálidas y puntiagudas en el extremo.
Le pregunté acerca de la historia de Transilvania y el contestó con gran pasión. Hablaba de grandes personalidades y batallas del pasado con todo detalle. Casi como si las hubiese vivido el mismo.
Así estuvimos hasta que los primeros rayos del amanecer asomaron.
De pronto, desde el fondo del valle se escuchó el aullido de una manada de lobos. “¡Los hijos de la noche! Qué bella música la que entonan…” dijo el Conde disfrutando.
Nos despedimos para descansar y el se excusó porque al día siguiente estaría ausente hasta el atardecer. Sólo fui capaz de dormir un par de horas. Me levanté y pasé un buen rato explorando el castillo. Descubrí varias cosas que me inquietaron. Puertas y más puertas por todos lados, pero todas cerradas con llave.
Tampoco vi a ningún sirviente, ni escuché voces o cualquier otro ruido que fuese el incesante aullido de los lobos.
Lo más extraño es que no encontré espejos en ningún lado, ni siquiera en mi habitación. Por suerte llevaba uno de viaje y aprovechando la luz del atardecer, lo colgué de la ventana para afeitarme.
De pronto sentí una mano helada sobre mi hombro.
“Buenos días”.
No vi venir al Conde en el reflejo y del sobresalto me corté sin querer.
Me volví hacia el espejo y me quedé petrificado, ¡su imagen no estaba allí! El cuarto entero se reflejaba, pero no había señal de otro hombre aparte de mi.
Un hilillo de sangre de la herida bajó por mi mentón. Cuando el Conde lo vio, sus ojos relumbraron con una furia demoníaca, y se lanzó sobre mi garganta. Yo retrocedí y al ver el crucifijo que colgaba de mi cuello, su furia se aplacó.
“Tenga cuidado de cortarse. En este país es más peligroso de lo que cree. Y esa maldita cosa es la que lo ha provocado”.
Tomó el espejo y con un rápido movimiento lo arrojó por la ventana, haciéndose añicos contra el suelo del patio interior. Luego se retiró sin decir palabra. Sentí que tenía que escapar urgentemente de aquél lugar, pero a excepción de las ventanas, no había por donde salir.
¡El castillo era una cárcel y yo su prisionero!
Así comienza la aterradora experiencia del joven Jonathan Harker en la novela “Drácula” (1897), escrita por el Irlandés Bram Stoker. Este vampiro se ha convertido con el tiempo en un icono cultural, pero; ¿de dónde sacó el autor la inspiración para un personaje tan estremecedor?
El término “Drácula” proviene del rumano “hijo de Drácul”, que significa “hijo del Dragón”, que para la fe católica eran símiles del Diablo. Así se conocía en Valaquia, principado que existió en esta parte de Europa Oriental, a Vlad Tepes, su gobernante. En su tierra es un héroe histórico por plantar cara a las invasiones turcas, pero también fue extremadamente cruel con sus enemigos, a los que condenaba al empalamiento.
Siempre mostró una fascinación morbosa por las mazmorras de su castillo, y cuentan que echaba en un cuenco la sangre de sus víctimas y mojaba en ella el pan mientras comía. Formaba parte de la Orden del Dragón, cuyo atuendo era una capa negra, prenda que luego se asoció con la imagen clásica del vampiro.
También se relaciona con la condesa húngara Erzsébet Báthory 1560-1614. Según la leyenda bebía y se bañaba en la sangre de sus doncellas, creyendo que esto le devolvería la juventud.
Cuando fue descubierta, la encerraron en una habitación tapiada hasta su muerte.
Al margen de su origen, este vampiro ha servido de inspiración un sinfín de adaptaciones a la pantalla, desde el clásico en blanco y negro de los años 30 del siglo pasado, hasta la moderna saga “Crepúsculo”.
La más reciente ha sido la miniserie británica estrenada hace poco por Netflix. Se inspira directamente en la novela original y aunque tiene algunas pinceladas de humor, sigue transmitiendo todo el terror y espanto que rodea a este mítico personaje.
¿Qué piensas? ¿Te atreves a mirarla?